jueves, 4 de febrero de 2010

Pan sobre las aguas: Anthony Norris Groves (IV)

Ahora ya los acontecimientos empezaban a sucederse rápidamente. La próxima visita a Dublín debía tener lugar en el verano de aquel mismo año, 1827, después del cual no necesitaría Groves volver hasta que acudiera para graduarse en la Semana Santa de 1828. Pero antes de esta visita de verano ocurrieron una extraña sucesión de acontecimientos.

Un misionero de Calcuta, en una visita a Exeter, fue presentado a Groves, y empezaron a conversar sobre sus planes para ir a Persia. Este misionero preguntó a Groves porque estaba “perdiendo el tiempo” estudiando en la Universidad, cuando su intención era marcharse al Oriente. Groves contestó con bastante acierto que esto le prepararía mejor para un ministerio en Inglaterra si acaso su salud le obligaba a volver allí. Además, estaba a punto de hacer su último viaje a Dublín, y sólo faltaban 9 meses para sus exámenes de fin de carrera; cambiar sus planes ahora no diría mucho para su reputación de persona consecuente, ni probablemente haría posible que se marchara a Persia mucho antes.

Sin embargo su esposa estuvo de acuerdo con aquel misionero. Por el momento decidieron esperar sin haber logrado ponerse de acuerdo, pero dos noches antes de su salida para Dublín, los ladrones entraron en su casa, y el dinero puesto aparte para el viaje a Irlanda fue robado. Parece que este incidente resolvió la cuestión para los dos.

Al volver a subir las escaleras me encontré con mi querida María en el pasillo, y le dije, “Bien, amada mía, los ladrones han entrado y han robado todo el dinero”. “Así ahora” dijo ella, “no irás a Dublín”. “No”, contesté, “desde luego no iré”, - y pasamos unos de los domingos más felices de mi vida, al pensar en el Señor y su bondad en preocuparse tanto por nosotros como para impedir nuestro paso, cuando El no quiere que sigamos. Algunos pensaban que habíamos hecho bien, otros que era una gran imprudencia; no nos importaba nada, no teníamos ninguna duda de que aquello era del Señor.

Las ataduras estaban siendo aflojadas rápidamente. Al principio hubo aquella sencillez casi ingenua de corazón en respuesta a la lectura de la Biblia. Su completa devoción a Cristo le había llevado a reconocer cada vez más las implicaciones de una verdadera unidad cristiana; y como resultado directo al despojarse una por una de las restricciones de la disciplina denominacional. Para Groves, estimulado por el desarrollo rápido de su pensamiento, y con una convicción cada vez más segura de la guía de Dios en sus circunstancias personales, ningún incidente habrá parecido demasiado trivial para ser el mensajero de Dios para él.

Fue en este momento crucial cuando tuvo que enfrentarse con la cuestión del reto de su amigo. Groves mismo describió las circunstancias:

Durante este tiempo vino Hakes para consultarme acerca de ciertos problemas que significaban probablemente o dejar su mujer e hijo sin recursos o seguir un curso en contra de su propia conciencia. Yo le di claramente mi opinión, y él, con aquella santa sencillez que siempre le había informado, actuó según le dictó su conciencia. Pero, un poco después, me volvió a visitar, y me preguntó si no mantenía yo la convicción de que la guerra era ilícita para el cristiano. Yo le dije que así lo pensaba yo. Entonces el me preguntó como podía aprobar el artículo de fe de la Iglesia Anglicana que declara: “Es lícito que los hombres cristianos puedan llevar armas si las autoridades así lo piden, y pueden servir en las guerras”. Hasta aquel momento no me había fijado en esto. Lo leí; y contesté, “nunca lo firmaría”, y así terminó mi conexión con la Iglesia Anglicana, a pesar de estar a punto de ser ordenado en su ministerio.

De esta manera Groves tomó, según lo que podemos ver ahora, el paso crucial en su camino eclesiástico. Sin embargo, siguió con sus planes misioneros, tan seguro estaba del llamamiento de Dios que había recibido. Por el momento decidió ir con la Sociedad Misionera Anglicana como ya había planeado, pero como obrero laico. El 1 de enero de 1828 transfirió su negocio y clientela al joven pariente que ya había estado al cuidado de ello durante sus ausencias. Entonces la disciplina de la Iglesia puso la última piedra de tropiezo en su camino. La Sociedad Misionera le informó que, como laico, no tendría permiso de celebrar los sacramentos con los convertidos de su misión en la ausencia de algún clérigo ordenado.
(Continuará)
El movimiento de los Hermanos , Roy Coad (Traducido por Catalina Redman de Wickham)Edificación Cristiana, nº 113, diciembre de 1985, p.9

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